Septiembre. Un mes de inicios y de reencuentros, de trabajo y vacaciones a
mitad de precio, de tiempo libre y escuela. Una encrucijada en la que el frío
toma el relevo del calor y nos va conquistando lentamente; un mes de
transición. La fecha que marca la llegada del otoño.
La primera vez que le pregunté a
alguien por qué le gustaba el otoño, recibí como respuesta: “Por el aspecto de
todo. Me refiero a las calles y eso con las hojas y eso”. No pude sino reírme
ante tal descripción, tal despliegue de capacidad lingüística. Durante la
conversación, el sujeto en cuestión dijo algo que llamó mucho mi atención: que
el otoño era bucólico.
El significado de bucólico que más
nos puede ser de ayuda en este caso es “algo referido a la vida en el campo o
al campo idealizado”. Me resultó curiosa esta forma de describir al otoño
porque no es precisamente lo primero que se nos viene a la mente al pensar en
esta estación del año. Yo relaciono algo bucólico con el frescor, el verde, el
renacimiento y la luz nueva que trae consigo la primavera.
El otoño no es el clamor de vida y
tardes a la sombra del verano, ni el calor, ni los cantos atolondrados de los
pájaros en el jardín al amanecer. No es el cielo encapotado ni un manto de nieve
que lo cubre todo de silencio, no es la calma muerta del invierno. El otoño en
sí es algo más complejo, más profundo. Cuando oí “las hojas y eso” comprendí
perfectamente lo que esa persona me quería decir aún sin encontrar las palabras
exactas.
El otoño marca el fin de una etapa.
El verano es la época en la que más cambia mi vida, ya sea por el infinito
tiempo libre que tengo para pensar o bien el que utilizo para socializar, pero
nunca siento ni padezco más desenfrenadamente que en los días límpidos de
agosto. Septiembre aparece ahí como un punto y aparte, un bache en medio del
camino que reduce mi velocidad, ese otro lado de la balanza que impide que
resbale por el platillo hasta un abismo de irrealidad. Es el sentido común que
devuelve la lógica a la existencia. Trae consigo los días de quietud junto a
una ventana y el sonido de la lluvia al repiquetear en el cristal, la
aglomeración de botas de goma y paraguas formando un mosaico en una avenida
transitada, el sol luchando por escapar de su prisión de nubes. Adiós a las
noches claras y despejadas y a comer los helados antes de que se te derritan en
las manos, a las fiestas de humo y alcohol y a rodar sin
ropa al aire libre. La realidad ha vuelto.
Puedes relacionar el otoño con un
bosque alfombrado de hojas secas, el mismo tapiz jaspeado que aparece en los
fondos de ordenador o en las imágenes de los libros infantiles año tras año.
Sin embargo, no deja de ser el punto álgido de una melodía desgarradora cuyos
ecos resuenan hacia atrás y hacia adelante en el tiempo: un titán moribundo que
se deja caer desesperado hacia el invierno, sin una primavera en su horizonte.
Sin saber que el verano volverá de nuevo, inexorable.
Espero haber dicho con todo esto lo
que las palabras de mi amigo no fueron capaces de expresar. Que aunque el otoño
no es más que otro “hasta luego”, siempre sabe igual de amargo.
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