domingo, 21 de agosto de 2016

El otoño

Septiembre. Un mes de inicios y  de reencuentros, de trabajo y vacaciones a mitad de precio, de tiempo libre y escuela. Una encrucijada en la que el frío toma el relevo del calor y nos va conquistando lentamente; un mes de transición. La fecha que marca la llegada del otoño.
La primera vez que le pregunté a alguien por qué le gustaba el otoño, recibí como respuesta: “Por el aspecto de todo. Me refiero a las calles y eso con las hojas y eso”. No pude sino reírme ante tal descripción, tal despliegue de capacidad lingüística. Durante la conversación, el sujeto en cuestión dijo algo que llamó mucho mi atención: que el otoño era bucólico.
El significado de bucólico que más nos puede ser de ayuda en este caso es “algo referido a la vida en el campo o al campo idealizado”. Me resultó curiosa esta forma de describir al otoño porque no es precisamente lo primero que se nos viene a la mente al pensar en esta estación del año. Yo relaciono algo bucólico con el frescor, el verde, el renacimiento y la luz nueva que trae consigo la primavera.
El otoño no es el clamor de vida y tardes a la sombra del verano, ni el calor, ni los cantos atolondrados de los pájaros en el jardín al amanecer. No es el cielo encapotado ni un manto de nieve que lo cubre todo de silencio, no es la calma muerta del invierno. El otoño en sí es algo más complejo, más profundo. Cuando oí “las hojas y eso” comprendí perfectamente lo que esa persona me quería decir aún sin encontrar las palabras exactas.
El otoño marca el fin de una etapa. El verano es la época en la que más cambia mi vida, ya sea por el infinito tiempo libre que tengo para pensar o bien el que utilizo para socializar, pero nunca siento ni padezco más desenfrenadamente que en los días límpidos de agosto. Septiembre aparece ahí como un punto y aparte, un bache en medio del camino que reduce mi velocidad, ese otro lado de la balanza que impide que resbale por el platillo hasta un abismo de irrealidad. Es el sentido común que devuelve la lógica a la existencia. Trae consigo los días de quietud junto a una ventana y el sonido de la lluvia al repiquetear en el cristal, la aglomeración de botas de goma y paraguas formando un mosaico en una avenida transitada, el sol luchando por escapar de su prisión de nubes. Adiós a las noches claras y despejadas y a comer los helados antes de que se te derritan en las manos, a las fiestas de humo y alcohol y a rodar sin ropa al aire libre. La realidad ha vuelto.
Puedes relacionar el otoño con un bosque alfombrado de hojas secas, el mismo tapiz jaspeado que aparece en los fondos de ordenador o en las imágenes de los libros infantiles año tras año. Sin embargo, no deja de ser el punto álgido de una melodía desgarradora cuyos ecos resuenan hacia atrás y hacia adelante en el tiempo: un titán moribundo que se deja caer desesperado hacia el invierno, sin una primavera en su horizonte. Sin saber que el verano volverá de nuevo, inexorable.

Espero haber dicho con todo esto lo que las palabras de mi amigo no fueron capaces de expresar. Que aunque el otoño no es más que otro “hasta luego”, siempre sabe igual de amargo.